Las niñas, las adolescentes, las mujeres que Balthus dibuja en actitudes de abandono y reposo, con las ropas en desorden, dos o tres botones desabrochados, dejando algunas veces los hombros desnudos y permitiendo entrever el nacimiento de los pechos que luego se abomban bajo la tela que los oculta, con las piernas encogidas y un pie descalzo apoyado en el borde del curvado y cómodo pero estrecho sillón en el que se olvidan de sí mismas, permitiendo que la frágil tela de sus faldas de algodón resbale por sus largos muslos para que pueda revelarse por completo el trazo perfecto de esas piernas, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás apoyada en el respaldo o semidesnudas, con sólo algunos fragmentos del vestido que acaban de quitarse cubriéndolas en el lugar apropiado o desnudas, entregando a la mirada su cuerpo y su rostro de niñas apenas, de púberes inciertas, de mujeres sin edad, tienen, con mucha frecuencia, los ojos cerrados. Sus labios carnosos, en sus narices infantiles, en sus frentes culpables sobre las que a veces cae un mechón de pelo en desorden hay un gesto de malhumor casi, tal vez de desdén o de molestia. Niñas, adolescentes o mujeres, lo que esas figuras quieren es permanecer en una imposible infancia. Sus párpados descienden sobre nuestra mirada, como si quisieran guardarse en la inconsciencia. Expuestas la impertinencia del arte, sus figuras inocentes, ajenas a las ambigüedades que sugiere su propio aparecer, se saben vistas. Por eso, Balthus también hace que sus personajes se protejan en otros dibujos perdiéndose en la lectura. Debido a la inocencia misma de sus protagonistas, estos dibujos son perversos. Y la intención de Balthus es señalar en esa perversidad la presencia del arte.[1]
No es el mundo: es el arte. Pintar lo que es. Dentro de la historia de la pintura, Balthus avanza por ese camino que se hizo evidente desde Goya, según Malraux, que Georges Bataille ha encontrado plenamente en su deslumbrante ensayo sobre Manet y cuyas huellas pueden seguirse en otros muchos pintores de antes y de después.
Pintar implica despojar a la representación de toda carga mitológica, teológica, cultural. Nunca Venus, siempre la mujer; nunca El descenso de la Cruz, siempre la muerte; nunca El rapto de Europa o de las Sabinas: la violación. La mirada crea entonces una separación entre la conciencia y el mundo. Todo es contingencia y todo está inmerso en la contingencia, oscilando entre la movilidad y la inmovilidad; pero sólo la mirada, la conciencia, lo sabe y acecha el instante de fusión en que todo se detiene y la realidad se abre.[2] Balthus ha logrado pintar lo imposible: el tiempo. Dentro del tiempo todo se desmorona. Quedan el dolor y la crueldad del arte con su capacidad de fijeza, mostrándonos el espacio de su propia maldad. Pero éste es también el campo de la realidad.[3]
Es el tiempo del sueño y del crimen. ¿Cuál es el sueño, cuál el crimen? Balthus tiene cuadros que se titulan directamente El sueño. No describen ningún suceso excepcional; como casi siempre en sus obras, producen la sensación de recoger el instante que precede o en que se hace inminente la próxima aparición de algo que debe ser terrible: una violencia extrema, una súbita violación que mancha hace culpable de antemano el carácter de la realidad y destierra para siempre a la inocencia del mundo de las apariencias.
El sueño al que corresponde la perfección del arte de Balthus es el de las apariencias; pero esas apariencias están contaminadas y se han hecho malditas. Tal vez el arte tenga que renunciar a su propio poder. Sin embargo, Balthus se ha negado a realizar ese movimiento.
Sumergidas en su sueño, las niñas, las adolescentes, las mujeres permanecen aparte, resguardadas en su inconsciente inocencia; pero el artista las mira y lo que es peor, una vez creada la imagen, guía nuestra mirada. Ese es el crimen. La mirada siempre es culpable: pone una intención y establece una distancia. Y el artista con su poder de seducción, apela a nuestra complicidad: crea la sociedad de los amigos del crimen. La culpa de la mirada sustituye a la inocencia de lo mirado.
Todo es recargado hasta el último extremo y por eso, es extremadamente sencillo. Este es el espacio de la pura representación que nos devuelve el mundo. En el centro está la figura desnuda que se contempla a sí misma y rompe la separación entre apariencia y conciencia. Sólo la inocencia del cuerpo está presente. El pintor desaparece. La mirada recorre sin agotarlos nunca, obligada a pasar de uno a otro, los infinitos meandros de lo representado como si la pintura le entregara al fin su propósito y su sentido y regresa al cuerpo. De esta suma de ambigüedades y contradicciones está hecha una obra. Es el triunfo de su propia desnudez que por el camino del crimen nos hace cómplices y nos lleva a la inocencia.[4]
[1] Juan García Ponce. Apariciones (Antología de ensayos). Fondo de Cultura Económica. México. 1994. Pág. 475
[2] Ibidem. Pág. 476
[3] Ibidem. Pág. 477
[4] Ibidem. Pág. 481





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